El gozo de gran parte de la existencia de mi profesor de Filosofía, Ricardo Arriagada, era humillar públicamente y señalar de forma despectiva a los estudiantes de Enseñanza Media del Colegio Saint Orland Nº 1.
Aparentemente, no tenía razón para ello, salvo el hecho mismo de comprobar, por medio de sus inesperadas respuestas, que lo hacía por mero placer y que gozaba con ello.
Para él era sumamente común llegar al salón de clases y, sin exaltarse ni vociferar, conseguir la atención de toda la clase, dada su peculiar forma de expresarse, más allá del contenido de ésta.
Lo que nos hacía estremecer, sin duda, era su peculiar forma de ser; gustaba de insultar a los alumnos y describirles con palabras hirientes, hasta tal punto que muchas veces éstos se presentaron sollozando a una clase de este inclemente profesor y otras tantas hubo una que otra discusión muy polémica en torno a su trato.
Sin embargo, en sus casi veinte años impartiendo clases y conocimientos, (y a la par, ofensas por doquier) nunca fue despedido ni suspendido de su labor, según se sabe por su historial docente, dado que se aprendía de él mucho más que su conducta impositiva y su actitud dominante frente a una masa determinada.
De hecho, sin mencionar la responsabilidad propia del alumnado, la mayor cantidad de repitentes, cada año, era por su asignatura y el juicio suyo para calificar trabajos, pruebas y más.
No es de extrañarse que su figura inspirara más respeto que la del propio Director del establecimiento frente a un estrado.
Su risa era siniestra y su deleite era colocar notas rojas o insuficientes para humillar, apocar y restregar en la cara de los alumnos su condición superior y la ignorancia de los mismos.
No había derecho a réplica; su gozo era infundir temor con su poco grata presencia.
A pesar de lo dicho, y de que se ganó el respeto y odio más grande en todo el Colegio, generación tras generación, al Señor Arriagada (como se le recuerda) se nos quedó en la memoria del tiempo. ¿La razón? Aunque suene irónico, y hasta detestable, por su gracia para sonreir macabramente, su simpleza de ser, sus consejos a veces muy certeros y, bueno, los conocimientos sobre Filosofía que, después de todo, no fueron un mito... "
Autor: Ariadne
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